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Estoy sentada con una taza de té caliente.
La ventana está abierta, ahora siempre que puedo la dejo abierta.  No hay ruido en la calle, ya no hay más ruido.

Nostalgia de las cuarentenas y los deseos que nos invadían:  que se terminaran, que nos encontráramos, que nos abrazábamos.  Sentir tu piel, acariciar tu pelo.  Pero nos ganó y me ganó el miedo.
Las paredes de la cocina son blancas, la mesa y la silla también, el piso y el techo también. La taza es blanca.  Fue lo que aconsejaron después de la octava pandemia. 
Cuando la primera terminó, salimos, nos abrazamos, besamos, comimos y tomamos juntos. Y el virus había mutado y miles, centenares de miles murieron. 
Y voluntariamente nos recluímos.
Le tuvimos miedo al otro, lo que el otro nos podía hacer.
Mi casa se transformó, yo la transformé. 
Planto mi comida y con los desperdicios generó más tierra.  No me gusta matar gallinas, pero se hacerlo rápido y limpio.  Todavía no me acostumbro a la falta de leche.

Ya no fue necesario tener un Estado que ordene, nadie transita en las calles, la gente no se casa, porque no se enamora, porque no se conoce; no se roba por miedo al contagio, es más mortal que una bala.  El orden lo puso la pandemia.
Los que se enferman se mueren, no se necesitan médicos, la naturaleza genéticamente modificada ganó la carrera farmacéutica.  Hasta con el capitalismo pudo la pandemia.

Me acuesto temprano porque no hay programación y tendremos electricidad hasta que las usinas dejen de funcionar.

Ahora no me quejo, no trabajo, no tengo deudas, conocí los sabores reales de los alimentos.  No tuve que parir, evité esos dolores, no me enamoré, por lo que no lloré de amor y nadie se va a pelear por mi herencia.
A veces extraño los ojos de los otros, pero casi no me acuerdo de los colores.

Yo solo sobrevivo, por lo que leo en algún libro de la vieja biblioteca, es lo que han hecho todos antes que yo.

Doy el sorbo final al té de jazmín que yo misma plante.  Y pienso en salir, en encontrarme y buscar esos ojos, en hacer lo que no quieren que hagamos, en arriesgarnos, si de todas formas vamos a morir en el algún momento, no sería un desperdicio no compartir mi té de jazmín.
Respiro profundo el aire que entra por la ventana con la mascarilla nueva que me sujeta casi todo el pelo blanco y apoyo la taza blanca en la mesa blanca de mi cocina blanca mirando el cielo azul.

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