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De niña amaba andar en patines.
En las viviendas estaba el Zum, ahí siempre se desarrollaban diferentes actividades. Hice gimnasia, karate y patín artístico. No fui a muchas clases, la inconsistencia  de mis padres era directamente proporcional. Pero en patín era diferente. Veía a mis amigas hacer formas increíbles, cobrar velocidad, saltar y dar giros.

Ellas eran las mismas que después jugaban conmigo en la vereda o en la plaza a la escondida ( generalmente corríamos y entrábamos a las casas más cercanas a escondernos).
Si ellas podían yo también. El primer día en 8 ruedas fui del brazo de la profesora, no tenía estabilidad, era una gelatina del brazo de alguien, me dio muchísima vergüenza.

Esa tarde cuando llegue a casa, me puse lo patines y le di vueltas a la mesa del comedor, al principio agarrada con las dos manos de las sillas, después solo con una y probaba de a ratos soltarme hasta que me deslice, patiné sin problemas y sin agarrarme dando vueltas al rededor de la mesa. Cuando sonó el timbre salí con mis patines esquivando los muebles con mucha soltura sin necesidad de tutores para abrir la puerta.
La próxima clase ya patinaba, andaba suelta y tomaba velocidad cosa que amo hasta hoy.

El tomar velocidad te permite mirar las distancias de otra forma, el rozamiento del viento en el pelo, y la visión que se distorsiona, todo tiene otra perspectiva.

Una de mis amigas se quebró, la vi llorar y me quede con ella hasta que la vinieron a buscar. Paso casi todo el invierno sin salir a jugar. Preferí probar otras cosas no iba a sentir el sabor de la libertad y el viento, pero por lo visto las consecuencias eran dolorosas.

El cuerpo es el que te para, es el muro de contención de tu mundo, él es el que hace de freno, de cuidado o de «pare» simplemente. Cuando el cuerpo para es jodido, el está callado y en silencio, vos das, haces, das, lloras, sentis, soltas y volves a abrazar. Y el cuerpo se duele, llora por dentro y las lágrimas van alterando valores, van enfermando órganos y en cualquier momento el plaff, sentis el ruido del cuerpo que se da contra el piso. Y ahí una semana a la vez empiezan a encontrarse nuevos hallazgos, pasas algunas semanas muy nerviosa esperando resultados y cuando llega era solo un susto, y estás segura que está todo bien que se terminó. Hasta que en menos de un mes falla otra cosa, y ahí si se complica, te duele pero se resuelve y después en medio de tus vacaciones algo que nunca diste bola, ni pensaste que puede estar mal, suena el teléfono y te avisan que tenes que hacerte exámenes complementarios que el de rutina, ya estas agendada  y volves a cagarte toda.

Y te embola notablemente que te digan – che pasas enferma!, y lo único en que pensas es: me di contra un vidrio enorme y me corte y después contra un muro de cemento muy alto y me quebré.

Te olvidas de todo lo que llore, no dormí o no comí? La cantidad de hospitales que visite, el mendigar, y ver cómo el resto del mundo se armaba y disfrutaba de una copa de vino en las redes y no entendías nada.  Era una cachetada tras otra, en el medio de la pandemia, en el medio de un mundo oscuro hediento y absolutamente doloroso.

No pensé que mi mundo interior estaba sufriendo conmigo, pero es razonable soy una persona de una sola pieza. Si mi alma duele, mi cuerpo duele, mi espíritu duele.

Si mi alma sufre, mi cuerpo se lastima y todo funciona distorsionadamente.

Evidentemente no son suficientes diez días de vacaciones para volver a sanarme. Quizás un año o dos son los que necesito para descansar de mi misma, mi sentido de cuidar, del deber y mi capacidad de amar.  En una de esas, ahí sí todos los exámenes dan bien, puedo hacer ejercicio y duermo todas las noches sin pastillas. Eso para volver a encarar la vida con el viento en la cara, disfrutando de la velocidad (que no se si voy aprender a domar) hasta que la existencia me vuelva a dar contra otro muro.

One Comment

  • Juan P. Salazar dice:

    Pao, cómo estás? Excelente reflexión como siempre. Una conclusión a la que llegamos muchos, al final, nuestro cuerpo es nuestro límite. Saludos!

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