Las noches de invierno tienen la crueldad del frío, de la soledad de volver a tientas por el camino de memoria.
La nostalgia mal habida de miradas, palabras, las palabras y las mil palabras. El pasado solo se conoce con palabras.
El calor de la caminata, del abrazo, de la cerveza, de la canción en la esquina del dar y recibir. De lo intangible, de la palabra.
Pero el tiempo, todo lo sedimenta o todo lo corroe, todo lo afirma o todo lo destruye no importa la intensidad de los latidos, no importa la intensidad de la presión, no importan las miradas. Lo que importa es el tiempo, el que se comparte, el que se hace costumbre, el que aleja, el que desvanece los recuerdos o los fija para siempre. En ese presente pasado imborrable, aterradoramente vivido, y sin ganas ni forma de que cambie. El cambio se dio en la alteración de ese tiempo, en la irrupción condenada al no ser y aceptar esa irrupción.
Ahora toca vivir con las memorias, que jueguen de presente presente aunque son pasado. Jugar con ellas, elegir cual recordar y cuando. Reír a carcajadas como si estuviera pasando o llorar en el desconsuelo total qué pasó y no hay voluntad para hacerlo palabra otra vez.
La noche es fría, la luna está bajo la niebla, no hay estrellas. Me siento en el auto para volver, estoy cansada, me da miedo estar tan cansada y volver manejando. La memoria me trae, la memoria me recuerda las palabras, la memoria me dirige en tus ojos negros, la memoria se vuelve presente y no puedo con tanta realidad.