Skip to main content

Di vuelta y me metí con el auto por lo que quedaba de calle, de cada lado tenía autos estacionados, mi prioridad eran los espejos, los míos especialmente.  

Hace treinta y cinco años jugábamos al cordoncito y como mucho parábamos cuando una vecina decidía ir por la calle, las veredas con piedra laja eran molestas para llevar un carrito lleno de verduras.  Llegando al final de la calle, la vi sentada y estacioné.  Quería bajar corriendo del auto, hacía veintiocho años que no nos veíamos, no sabía qué preguntarle, porque no sabía nada de su vida.
Baje camine hacia ella, nos miramos, nos reímos a carcajadas, como antes y nos dimos un merecido abrazo.  Conversamos sobre el motivo que nos reunía, en fin, dar una repasada rápida a nuestras vidas.  Ella me sugiere que como los dos autos estaban estacionados uno adelante del otro, fuéramos caminando para verlos. Me pareció bien, y ahí una al lado de la otra caminando por las vereditas blancas y negras, los pasillos, las casitas de enfrente, es cuando la memoria te pega en la nuca y te acordas y revivís esa y mil situaciones más, que traen a la piel sensaciones increíbles, secretos, besos, sonrisas y lágrimas. Estaba flotando entre el pasado más lindo que recuerdo y mi presente que era el futuro de ese pasado.  Cómo me imagine estar veinte años después, como estoy veinte años después, cómo y dónde estamos todos veinte años después.

Llegamos a la tira donde vivían, yo pensé que no me iba acordar y de repente todo era tan familiar. Como si hubiera sido ayer, que en un día de calor como hoy, con mis shorts y chancletas estaba dando esa misma vuelta para golpear a esa misma puerta.  Creo que a las dos se nos erizó la piel, porque hicimos silencio.  Era la última casa de la tira de la izquierda, yo estaba segura, ella me pregunta y yo lo afirmo, – sé que es acá.  El timbre también tenía 20 años y como no lo escuché sonar, golpeé la puerta.  Por la ventana contigua se corre la cortina y se asoma una cabesita con pelo negro,  nos mira, nos regala una enorme sonrisa e inmediatamente nos abre la puerta.  Y entro a la casa de mi adolescencia, donde siempre había un desayuno pronto, donde no se pedía permiso y siempre brillaban los pisos, donde en el cuarto de mi comadre (como me llamo hoy su abuelo), nos maquillábamos, nos cambiábamos, nos reíamos a carcajadas porque la risa de ella me hacía reír a mi y no parábamos hasta que alguna tuviera que ir al baño.  También llore y ella lloró y las tres ó las cuatro hasta las cinco lloramos.  Nuestro cobijo, nuestro cuarto, nuestra casa, nuestros abuelos.

El nos invita a sentarnos y sentimos desde la cocina que ella pregunta -quién vino?

Y él va a buscarla. Era el mismo lugar, el mismo cuadro y por allá  en un cartel estaba su foto y el número ochenta muy grande. Cuando la vi me desarme, estaba igual, un poco más flaca pero igual.  La quise abrazar y me pregunto quién sos?, y le dije mi nombre y él agregó la comadre de nuestra nieta.  Ella se quedó pensando y preguntó: – dónde está mi nieta?.

El la ayudó a sentarse, y nos pusimos a conversar, mi amiga hacía menos tiempo que yo que los había visto, ella se quedó en el barrio, yo me mudé como cuatro veces.  Y ella me preguntó de cuál de las dos era hijo ese muchacho y le dije que era mi hijo más chico y asintió con la cabeza.  Seguimos conversando y lo volvió a preguntar ahora a mi amiga y le responde lo mismo, por un momento pensamos que estaba aturdida, solo estaba armando un chiste, se ríe nos mira y no dice: -todos piensan que estoy loca, pero no estoy loca, yo me estoy haciendo la loca.  No ves como me tienen como una reina, me visten me cuidan yo lo adoro. Y él la acaricia, le acomoda el pelo y le responde igual.  Me mira y me dice la voy a cuidar yo hasta el último día de ella o el mío. La dulzura, el amor inmensurable, genera unas ganas gigantes de llorar y a la vez que te amen de esa forma.  Nos cuenta que la saca a caminar con un banquito para que si se cansa se siente.  Ella todo el tiempo se mata de la risa.  Yo pido permiso para pasar al baño (lo hago por delicadeza, porque esa también supo ser mi casa). Ella me dice: -derechito, al final de escalera, alzando la voz.  Yo le respondo: -Sí gracias, ya se!.  El baño estaba igual, era igual al de mi casa unas tiras más abajo.  Cuando salí del baño no me resistí a la necesidad de ver el cuarto de mi comadre una vez más, capaz la última, necesitaba verlo, saber si era como lo recordaba. No pedí permiso entré nomás.  Era más chiquito, más allá que el tiempo cambió yo me acuerdo que entrabamos muchos nos sentábamos en el piso y jugábamos a las cartas. Di un paso atrás y bajé. Los invité a sacarnos una foto y ella me mira a los ojos y me dice: 

-no te acerques a mi esposo, nena no lo toques.  Me reí y le dije que no se preocupara que me ponía al lado de ella y miró de reojo que no tocara su brazo. Después hizo un chiste y salió la foto.  Nos quedamos un rato más y vinieron los detalles.  Él tiene ochenta y seis y ella ochenta y dos, él la levanta de la cama todos los días, aunque ella nos dijera, qué para qué, levantarse si es más cómodo estar acostada y largó una carcajada que nos ayudaba a llevar el momento.  Que la vestía, la llevaba al médico y que hacía unos riquísimos asados y ella afirma: – amo el asado, podría comer todos los días asado!!! y nos reímos los cinco. También nos cuenta que un día no lo reconoció y que tampoco supo que esa era su casa.  Pero que él le iba a seguir dando la medicación.  Yo veedora de una sub-realidad, presente luego de veinticinco años, solo pienso en el amor y el motivo que tiene para estar ahí todos los días. Un hombre lúcido, ágil, fuerte, que lo último que imaginas es que tiene ochenta y seis años.  Y ella, abuela de todos nosotros es feliz, no como nosotros definimos felicidad, pero es feliz. Hace rato que no escucho reír tanto a una personas de treinta y seis como la escuché reír a ella de ochenta y tres.

Llegó la hora de la despedida, a ella un beso y era suficiente porque no sabía a quién estaba saludando.  A él un abrazo de los más apretados que he dado últimamente.

Salimos sin ganas de irnos y caminamos en silencio. Yo le dije a mi amiga: -casi me pongo a llorar y ella me responde: -yo también.

Tuve una adolescencia de las más complicadas, cuando empecé a salir a flote conocí a mi comadre y la etapa más linda la viví en su casa, junto a sus abuelos, mis abuelos.

 

Llegamos a donde estaban los autos nos dimos un fuerte abrazo me pagó por el libro que yo escribí y que sabía que iba a escribir veinticinco años atrás.  Quedamos de vernos otro día y tomar algo.  Nos subimos a los autos, me puse el cinto, pensé en papá y su alzheimer en las posibilidades de heredarlo y lo feliz que es ella, aunque a mí se me caigan las lágrimas y mi hijo no entienda, porque esta parte de mi historia nunca se la conte.

Enciendo el Delorian y doy la vuelta por la calle Arbolito.

[photo_box image=»2767″][/photo_box]

Deja un comentario